Me caen bien los suecos por varias razones. En primer lugar por el sentimiento de simpatía que con los años han ido despertando en mí los países escandinavos, quizás producto de su capacidad para conservar ciertos valores educacionales y de orden social de los que por aquí andamos tan escasos. Los miro con envidia y creo que no nos vendrían mal copiar algunas de sus políticas para poner sobriedad a nuestra despreocupada existencia, como el que hecha unas gotas de licor en un zumo de frutas demasiado dulce para que gane consistencia. El segundo es puramente estético: los veo altos, rubios y bien dentados, pero sin el aire arrogante que exhiben otros pueblos que comparten sus peculiaridades físicas. La tercera, por qué negarlo, son las suecas. Nunca he conocido a ninguna, pero supongo que pese a mi juventud conservo en herencia el impulso que durante los años 60 y 70 empujó a los machos ibéricos de la época a lanzarse a por ellas en las playas de la Costa Blanca. Tanto es así que guardé de la última Eurocopa, mi primera conectado a Internet, la foto de una aficionada en la grada de no recuerdo qué estadio vestida con los llamativos colores de su país -más propios de una nación cálida que de latitudes cercanas al Polo- y dos corazones dibujados sobre sus límpidas y ligeramente doradas mejillas. Sí conocí a alguno durante el año que estudié en el extranjero, y me apasionó su desbordado interés para conocer todo lo que les rodeaba, fuese del lugar en el que nos encontrábamos o del que procediera cualquiera que estuviera a su lado. Es quizás por eso por lo que me gustan cuando juegan al fútbol. Salvando las distancias con las potencias futbolísticas, ofrece cosas interesantes. Tienen cualidades para el choque físico pero no renuncian al toque y la combinación. Algún hombre tienen para ello, como Svensson, Larsson o Ljunberg, al que la mayoría también envidiamos no sólo por su planta sino por lo que se le intuía debajo de esas prendas de Calvin Klein que anunciaba hace unos años. Pero la verdadera diferencia se encuentra arriba. Se llama Ibrahimovic y, como muchos prejuicios acerca de su país, también engaña. Hijo de yugoslava o croata -o viceversa-, este zíngaro es fruto de las grandes oleadas de inmigración que recibió Suecia tras la II Guerra Mundial -la alta expectativa de vida unida a la baja natalidad no es un problema únicamente español-. Alto y desgarbado, su aspecto no puede estar más lejos de lo que realmente es: un genial driblador que sabe aprovechar su ventaja en el juego aéreo para darse la vuelta y encarar de manera letal. Ante Grecia, insuperable ejemplificación de como la mediocridad a veces también llega a triunfar, ofreció lo mejor de sí. Ya lo ha hecho en varias ocasiones con el Inter, la última bajo la lluvia de la Emilia-Romagna con la que los 'neroazzurri' se jugaban el título y el Parma, el descenso. Puyol y Marchena tendrán mucho más trabajo con él que ante los delanteros rusos. Sin duda, son estos nórdicos vestidos de brasileños los rivales a batir para pasar a cuartos como primeros de grupo.
*La aficionada de la foto no es la mencionada en el texto sino Miss Mundial'06 según los lectores de 'La Gazzetta dello Sport'.
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